lunes, 22 de noviembre de 2010

La autonomía - El adolescente y su familia

El joven, a medida que crece, va ganando progresivas porciones de independencia con respecto a su familia, pero tal autonomía nunca llega a ser completa como lo harían presumir algunas de sus actitudes externas. Estas actitudes son las que habitualmente englobamos conceptualmente en el vocablo rebeldía. Pero será bueno aclarar que el adolescente es mucho más rebelde en apariencia que en la realidad de sus sentimientos más profundos. Ello se debe, ante todo, a una de las características definitorias de la etapa: el adolescente que reclama -a veces con violencia- su libertad, es el mismo que no puede eludir su dependencia real, a la que se ve irremediablemente sometido por una cultura progresivamente compleja y de exigencias crecientes.
 
Por su parte la familia contribuye a esta situación ambigua, Horrocks (1957) ha expresado adecuadamente que "la familia del adolescente es, al mismo tiempo, fuente de seguridad y de dificultad". La seguridad obtenida por el joven de su grupo familiar tiene el contrapeso del freno que necesariamente implica para el desarrollo independiente, por su propia estructura y por las vicisitudes emocionales que plantea.
El hecho, coextensivo con la señalada ambigüedad, es el de una cultura que por un lado idealiza la obediencia y el respeto a los mayores y a las instituciones por ellos creadas, pero a la vez se muestra hipercrítica con respecto a las resultados obtenidos, y valoriza la independencia. El resultado no puede dejar de ser muy confuso, y conduce con cierta frecuencia a situaciones desagradables.
 
A mediados del siglo XX, en los E.E.U.U. de Norteamérica, y especialmente en las ciudades de menor población, los rasgos familiares más señalados eran "la confianza, el afecto y el compañerismo" , pero también, y en proporciones próximas a las de éstos, "la discordia" (Horrocks, 1957). En esa misma época se suponía que los hogares sin conflictos graves coincidían con adolescentes que contaban con sus padres y que permanecían fieles a los mandatos de éstos, mientras que de los jóvenes de hogares con severas desavenencias, demasiada rigidez o excesiva permisividad, se esperaba que presentaran características diametralmente opuestas.
 
Hoy entendemos las cosas de otra manera: el lugar de inserción del adolescente en su grupo familiar es aquel espacio conflictivo en el que se da el interjuego entre lo sociocultural y lo intrapsíquico. Por otra parte la zona de conflicto adolescente-familia está condicionada por diversos factores, entre los cuales resulta importante destacar la necesidad del joven de rechazar las figuras parentales, por imperio de la inevitable caducidad de los viejos modelos de identificación, y como defensa ante la reactivación de la situación edípica. En su caída, las figuras parentales arrastran a otros miembros de su misma generación o de las más próximas: tíos, hermanos y primos mayores, docentes, ministros religiosos, etc. Tal vez la imagen menos afectada por este rechazo generalizado sea la de los abuelos, sobre todo si no conviven con el adolescente, y siempre que no tengan conductas intrusivas en la vida de aquel. Por otra parte, si el adolescente conservara intactas las imágenes idealizadas de los padres, tal como habían sido deificadas en la infancia, se vería imposibilitado de crecer. Por lo tanto los ídolos necesariamente deben ser derribados.
 
Desde la óptica parental semejante situación será necesariamente vivida como realmente agresiva. A la vez los padres se ven compelidos a renunciar a quince años de hábitos disciplinarios y a una idealización muy satisfactoria para su autoestima. Como veremos algo más adelante, estos progenitores muy posiblemente están en plena crisis de la edad media de la vida, durante la cual uno de los rasgos más sobresalientes es precisamente la desestabilización de la autoestima. Con estos datos no puede llamar la atención que la situación hogareña quede al borde de alcanzar condiciones explosivas.
 
Además, el conflicto generacional doméstico se complica con la fascinación que la juventud ejerce en nuestra época, sobre todo en quienes se sienten amenazados por un porvenir de envejecimiento considerado no demasiado lejano. La envidia es un fantasma más o menos inconsciente, agazapado en cada episodio de enfrentamiento entre padres e hijos. Blos (1981) se ha referido a este aspecto del desarrollo con un brillo no carente de crueldad. Según este autor "uno puede observar el efecto recíproco del joven alienado y el adulto desasosegado; el actor ostentoso y el espectador ambivalente".
 
No sé en qué medida puede aceptarse como una ley la idea de Winnicott en el sentido de que crecer es, por naturaleza, un acto agresivo, pero me parece indudable que durante la adolescencia, y más allá de la intencionalidad de los jóvenes, las cosas resultan realmente así. De todas maneras me parece que es imprescindible evitar el planteo de esta problemática con mentalidad apocalíptica. Lo más adecuado desde el punto de vista de la Psiquiatría Preventiva sería hablar de reorganización del vínculo y no de ruptura, que vale tanto como afirmar que este proceso se constituye en uno de los ejes de desarrollo de la etapa, y se manifiesta a través de un implacable cuestionamiento de la personalidad de ambos padres. En cierta medida conviene entender estas vicisitudes de la adolescencia como una defensa contra la dependencia: lo central del enfrentamiento no es agredir a los progenitores, sino lograr -sin el costo de la inseguridad- la convicción de que los mismos ya no son imprescindibles ni absolutos.
 
En muchos casos la rebeldía del adolescente constituye sólo una forma de dependencia por la negativa. Rechazar acríticamente todo lo que se nos propone es un signo de tanta dependencia como el hecho de aceptarlo todo irreflexivamente.
 
También nos ayudará a la comprensión de los enfrentamientos del joven con su familia durante esta etapa evolutiva, recordar que en ella, como en cualquier otra edad, se comprueba una estrecha correlación entre inseguridad y oposicionismo.
Por fin un observador atento y con un adecuado soporte teórico tendrá la impresión de que en muchas de aquellas manifestaciones de rebeldía se expresan necesidades del adolescente no visualizables en forma directa. Es imposible dejar de identificar tales necesidades con los cambios fundamentales que el joven está sufriendo y que hemos visto en apartados anteriores.
 
Ante todo la necesidad de rebelarse parece poder definirse como una necesidad de tener algo contra qué rebelarse. Con esta última forma de interpretar la motivación de la rebeldía, quedamos a un paso de la remanida necesidad de límites. Hemos visto cómo esta última depende del crecimiento rápido e incontrolable voluntariamente, y de la emergencia de novedosas pulsiones a las que el adolescente teme pues no sabe cómo administrarlas. Ante tal avalancha de hechos psíquicos inmanejables, el joven se defiende tratando de convencerse de su poder. Buen ejemplo de esas defensas es la curiosa costumbre de abrigarse en verano y andar desabrigado en invierno, como una manera de demostrarse a sí mismo la capacidad de controlar el cuerpo. En el campo de la Psicopatología pude observar un ejemplo muy significativo: un adolescente de catorce años me relató lo que para él era una experiencia habitual cuando viajaba en cualquier medio de locomoción público. En esas circunstancias ocupaba uno de los asientos posteriores, y desde allí se concentraba mentalmente para que algún pasajero, a quien miraba fijamente, se rascara determinada zona de la cabeza. Por cierto que los fracasos se multiplicaban hasta el cansancio, pero si en alguna ocasión coincidía su experimento con la conducta deseada en el vecino, la sensación de placer era de la misma intensidad de un orgasmo. ¿ Qué le sucedía a este joven en esos momentos excepcionales? Simplemente que se había demostrado a sí mismo que si era capaz de controlar un cuerpo ajeno a distancia, podía estar seguro de hacerlo con el propio.
 
No creo necesario detenerme a explicar por qué estos mecanismos de defensa -tanto normales como patológicos- no alcanzan a satisfacer la necesidad de límites creada por un crecimiento que continúa produciéndose con un ritmo incontrolable. Pero sí es oportuno recalcar que la insuficiencia de tales defensas vuelve imprescindible que el adolescente halle, por lo menos simbólicamente, la deseada contención: quiero decir que no le queda otro camino que buscar la puesta de límites por parte del medio, y especialmente de los padres. He aquí una de las razones de una rebeldía manifestada en sucesivas transgresiones en muchos momentos incomprensible para los demás.
 
La rebeldía, como comprobamos a medida que analizamos sus motivaciones, se va alejando cada vez más de la búsqueda de una autonomía real. Todavía queda una nueva razón para ello, y es el colorido que le brinda otra necesidad del adolescente. Como ya quedó dicho en un apartado anterior, el joven se ve impulsado a tomar distancia de objetos que la reactivación edípica ha vuelto incestuosos. De manera que va alejándose de la vida hogareña, refugiándose en su dormitorio para leer o escuchar música, en el baño, frente al televisor o la computadora, en otras casas -en las que termina admirando modalidades de vida que no siempre difieren de las de la propia tanto como él cree percibir-. En ocasiones el alejamiento es más radical y el refugio son clubes, plazas, locales de videojuegos, casas de comidas rápidas, y en un pasado muy reciente, estaciones de servicio con bar.
 
En general, y tal como lo describiera Anna Freud, la carga agresiva no tiene la misma intensidad hacia ambos progenitores. Parecería que frecuentemente el joven busca mantener un puerto de resguardo, conservando una mejor relación con unos de ellos. Se sostiene esta situación -con evidente e inconsciente complicidad parental - por medio de actuaciones transgresoras que fatalmente terminan produciendo un enfrentamieto entre el padre y la madre. Aquel que sufre más directa o más constantemente los embates de la rebeldía, o el que, por su personalidad se muestra más rígido ante tales transgresiones, termina viendo al otro como excesivamente permisivo y genera una hostilidad hacia el adolescente, que en parte se alimenta también de la envidia subyacente. Por otro lado dicha envidia en uno de los progenitores se viene a sumar a la que es consecuencia de comprobar que el hijo y el otro cónyuge constituyen una alianza de la que se siente excluido. El
aliado, con su ego satisfecho tanto por la predilección del joven como por el éxito de sus intervenciones, y relativamente condicionado por el rol de
proadolescente que le han atribuido, empieza a ver a su consorte como excesivamente severo e incomprensivo. En síntesis, se estructuran dos bandos que, en ciertos casos, resulta bastante difícil desarticular.
 
Si los fenómenos que venimos de describir no se extreman, ni se vuelven rígidos y reiterativos, y si la barrera intergeneracional queda más o menos intacta, es decir, si se siguen cumpliendo las pautas jerárquicas mínimas, el conflicto entre padres e hijos termina contribuyendo al crecimiento tanto de adolescente como del grupo familiar.

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