Hasta aquí nos hemos referido a la inserción del joven en su grupo familiar, pero lo hicimos teniendo en cuenta, predominantemente, lo sucedido en la dimensión intrapsíquica. Me parece conveniente entonces dedicar ahora algún espacio a lo que pasa en la familia durante la adolescencia de uno o más de sus miembros. Vicisitudes que deben ser estudiadas detenidamente, ante todo porque nacen de un importante cambio en las reglas de juego de la convivencia. Reglas que se habían mantenido bastante estables durante un considerable número de años. Los cambios muy radicales y rápidos constituyen siempre una crisis que necesariamente se manifiesta a través de una serie de acciones adaptativas, las que, a su vez, buscan recuperar el equilibrio perdido. Cuando tales acciones coinciden con un proceso de crecimiento rápido como es el caso de la adolescencia, la conflictiva llega a dimensiones casi ontológicas.
Por otra parte deben tenerse en cuenta otras condiciones del medio en el cual se produce este fenómeno. La familia está pasando por diversas situaciones de desequilibrio: los niños llegan a la pubertad más o menos en la misma época en la que los padres han comenzado a tomar conciencia de su salida de la etapa juvenil, y en ciertos casos, en el momento en que los abuelos están ingresando en la tercera edad. Tres crisis simultáneas en una familia son demasiadas. Pero limitémonos por el momento a la primera de ambas razones de inestabilidad interaccional: la salida de la juventud de los progenitores del adolescente. Esta auténtica crisis ha sido caracterizada por Marcelli y Braconnier (1986) "por la súbita percepción de la brevedad del tiempo y por la reevaluación de las ambiciones del individuo, que son la traducción de su ideal del yo" , en tanto se reorienta la valorización de este tiempo repentinamente acelerado, con el consiguiente privilegiar el pasado. "Es la edad del balance, la edad en la que el pensamiento y la reflexión son los medios de dominio prevalentes, reemplazando a la acción" . Precisamente semejante cambio de actitud existencial coincide en el tiempo, y se contradice en cuanto a su significado vital, con la del joven, que es de adhesión emocional al presente y al futuro. Comprenderemos mejor la dimensión de la crisis si visualizamos el punto de la curva vital en la que se encuentra cada uno de los protagonistas: dadas las expectativas de vida vigentes en nuestra época, un adolescente de quince años tiene por delante el 80% de la suya, y un adulto de cuarenta y cinco, ya ha consumido e1 60% de la propia.
Muchos de los padres que cursan esta etapa comienzan a experimentar temores originados en el mito de una supuesta reducción radical del rendimiento sexual. Una consecuencia inmediata es la descalificación de la propia capacidad de seducción -incluyendo en ello al cónyuge, que es arrastrado en la caída-, y otra, tan fantasiosa como la primera, es la sobrevaloración de las posibilidades sexuales del adolescente.
Tal sobredimensionamiento está vinculado, en muchos casos, con la proyección de una formación reactiva por medio de la cual el adulto pretendía defenderse de aquella autoimagen decaída, pero que no tarda en generar una nueva motivación al conflicto intergeneracional: la envidia, casi inevitable, cualquiera sea el grado de conciencia de la misma. Otro mecanismo de defensa posible es la identificación, manifestada por la aparición de transgresiones sexuales de los padres, relacionadas con la aparición de la búsqueda de una supuesta libertad, sospechosamente adolescente.
El descenso de la autoestima lleva también a los padres a buscar nuevos valores para el propio ideal del yo. En tal situación y ante la pérdida de sus propios progenitores, o ante el temor de que la misma se produzca, resucitan, idealizadas, las viejas exigencias de la generación anterior, que tratan de ser aplicadas en un contexto familiar y social que por cierto es completamente distinto, con la así inevitable consecuencia de fracaso.
De más está decir que éstas no son las condiciones ideales para enfrentar educativamente la ardua problemática de un hijo adolescente, quien a más de sus turbulencias, se convierte en un involuntario e inconsciente denunciante de inconsecuencias. Cada acto o cada gesto del joven suscita reacciones inconscientes en sus padres, las que, a su vez, devienen con facilidad en actitudes represoras y,o agresivas. Con cierto sentido del humor, pero sobre todo con una notable precognición de lo que sería el mundo del consumismo despiadadamente egoísta que hoy, púdicamente, denominamos postmoderno, Stone y Church (1959) describieron esta situación: "Cuando un padre se enfurece por la falta de contemplación de su hijo para con la sensibilidad y derechos de los demás, su emoción puede estar en proporción directa con sus propios deseos ocasionales de alejarse a una isla tropical solitaria, desprenderse de sus responsabilidades y vivir una vida de egoísmo anárquico". Si a la situación descripta en párrafos anteriores le adicionamos el estado de ánimo correspondiente a las pérdidas sufridas a lo largo de
sus vidas, y especialmente desde que su hijo ha dejado atrás la infancia, tendremos un mejor panorama de las dificultades parentales que llevaron a los especialistas a pensar en la adolescencia, no tanto como una crisis personal de la postpubertad, sino como una situación crítica de todo el grupo familiar.
Acabamos de aludir a las pérdidas sufridas por los padres, y con respecto a ellas hemos de decir, ante todo, que constituyen un fenómeno simétrico y coextensivo a las del adolescente, ya estudiadas en este ensayo. A los padres también se les muere el niño cuando todavía no se ha hecho presente el adulto capaz de reparar la pérdida. Para colmo todo ello sucede mientras la pareja parental ve desvanecerse la idealización a la que estaba acostumbrada, y comienza a insinuarse la autodescalificación de sus posibilidades, y a emerger crudamente el temor de envejecer.
Si en este momento se produce el fallecimiento de uno o más de los abuelos del joven, éste pierde un puerto de reparo tranquilizador pero los adultos alcanzan un nivel de sobresaturación en cuanto a la capacidad de elaborar duelos, así como una notoria perturbación de la identidad.
Digamos entonces, nuevamente, que no les falta razón a aquellos autores que según adelantamos hablan de crisis de la familia adolescente.
A fin de comprender mejor el lugar que ocupa la relación del adolescente con sus padres, es interesante compararla con la que mantiene con sus pares. Para ello confrontaremos los temas de conversación más frecuentes en uno y otro medio.
Cuando los adolescentes hablan con sus padres los temas son, según la encuesta del CEOP:
CUADRO VIII
TEMAS DE CONVERSACION CON LOS PADRES
Temas de colegio 69,7%
Drogas/SIDA/Alcohol 62,1%
Problemas personales/íntimos 52,2%
Temas de trabajo 52,2%
Sexo 46,9%
Temas intrascendentes 37,5%
Política 35,8%
Otros 11,4%
Ninguno en especial 9,7%
Paralelamente, con sus amigos hablan de (cuadro ya incluido en este ensayo) :
CUADRO IX
TEMAS DE CONVERSACION CON AMIGOS
Sexo 66,1%
Drogas/SIDA/Alcohol 60,8%
Problemas personales/íntimos 60,1%
Temas de colegio 59,5%
Temas intranscendentes 43,2%
Política 30,9%
Temas del trabajo 30,1%
Otros 13,1%
Ninguno en especia1 13,1%
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